La obra, una de las más admiradas del repertorio académico, fue creada por el omnipresente Marius Petipa con música de Ludwig Minkus y estrenada en San Petersburgo en 1977.
Es preciso decir que en la tercera función de este ciclo de La bayadera -que comenzó con el estreno del martes 17 y concluye este domingo 29- los roles de Nikiya, Solor y Gamzatti fueron interpretados el domingo 22 por, respectivamente, Rocío Agüero, Jiva Velázquez y Beatriz Boos; y lo hicieron de una manera tan estremecedora que el público aplaudió de pie durante un largo rato. Algunos se secaban las lágrimas.
Pero volvamos a la obra con todos sus componentes exóticos: Nikiya es una bailarina de un templo hindú a la que Marius Petipa retrató como una joven pura que rechaza las proposiciones amorosas del brahmán del templo y se enamora del apuesto guerrero Solor. Ubicada en una región no identificada de la India, esta “Giselle al este del Canal de Suez”, como alguien acertadamente la definió, cuenta, como en Giselle, la historia de un triángulo amoroso, las diferencias de clase, la traición, el desengaño y el reencuentro de los amantes en un reino de ultratumba.
Pero las bayaderas en las que se inspiró Petipa no eran seres imaginarios como la Aurora de La bella durmiente o el cisne-princesa de El lago de los cisnes. Eran personas reales, sujetas a una vida llena de aspectos contradictorios, con una evolución histórica atravesada por incidentes en los que se mezclan la formación artística rigurosa, la prostitución ligada a la religión y la prostitución forzada.
Las bayaderas: una tradición secular
El nombre de “bayaderas” es una deformación del portugués “bailadeiras” (los portugueses ocuparon regiones de la India a lo largo de varios siglo), pero el término correcto es devadasi, literalmente “sirvientas de la divinidad”.
La prostitución, en las prácticas más antiguas y durante mucho tiempo, era sólo un aspecto de la vida de estas doncellas en relación con los dioses. Es decir, las devadasi gozaban de una libertad sexual prohibida a las mujeres casadas y su situación era en cierto modo privilegiada: aunque dejaban sus familias siendo muy jóvenes, recibían una educación cuidadosa durante un período que podía ser muy prolongado y en el que aprendían en particular el arte de la danza.
Algunos templos importantes recibían centenares de bayaderas que contribuían a su reputación. Entre ellas existían todo tipo de categorías: había huérfanas y también muchachas que habían sido vendidas al templo; otras que ingresaban por propia vocación, otras que habían sido regaladas por un rajah y otras tantas que eran bailarinas por tradición familiar.
Pero su posición social era bastante favorable si la comparamos con las de otras mujeres: tenían relaciones sexuales con hombres que en general apreciaban, la comunidad les daba regalos y ofrendas en dinero y recibían una paga a lo largo de toda su formación.
Es decir, no eran simples “profesionales” que se entregaban a cualquier hombre que les pagara, sino mujeres asociadas a los templos y al servicio de una divinidad e iniciadas en distintas artes, entre ellas el arte del erotismo.
Eventualmente podían servir de concubinas de los brahmanes, que eran miembros de la casta sacerdotal, la más alta en la tradición de castas de la India.
Al servicio de dos tipos de placeres
No parece fácil comprender a primera vista cómo entre los servidores de los templos, mayoritariamente varones, había un oficio femenino tan relevante.
Pero se justifica precisamente por razones religiosas hindúes que consistían en lo siguiente: las efigies de los templos exigían dos tipos de placeres a satisfacer; por un lado, aquellos placeres corporales que provenían de los baños, los ungüentos, los perfumes, las ofrendas de flores y la ondulación de las llamas. Y por otro lado, los placeres de la “escena”: espectáculos con cantos, representación de dramas y danzas.
La satisfacción de estos deseos era lo que las bayaderas o devadasi personificaban. Es decir, cumplían en la Tierra aquello que las “apsara” -ninfas de las mitologías hindúes y budistas- hacían en el paraíso para divertir a los dioses.
Pero con el correr del tiempo esas prácticas seculares se corrompieron con las invasiones islámicas -que transformaron a las devadasi en esclavas- y con las colonizaciones europeas; de este modo su status pasó a ser, simplemente, el de prostitutas asociadas a los templos pero sin ninguna consideración social. Se calcula que 250.000 jóvenes fueron consagradas a los santuarios de varias regiones indias entre 1947 y 1982.
El sistema devadasi fue prohibido en toda la India en 1988, pero ciertas prácticas ilegales sobrevivieron.